Puede haber muchas cosas qué decir o teorizar sobre la minuciosidad etimológica de Agamben, pero deseo contar una historia:
Érase una vez una niña a la que le encantaba jugar, pero era pésima en ello. Por más de que intentara o se esmerara, nunca fue buena en los juegos, sigue sin serlo. Sin embargo, lo que más disfrutaba en el mundo era vivir en esos universos lúdicos, aunque esto la hiriera de cierta forma pues no sabía ganar.
Entonces se dio cuenta pronto que jugar era tan divertido, pero tan divertido, que el punto no estaba en perder o ganar, sino en la acción misma de hacerlo, en la vitalidad (de nuevo Agamben) que se siente en esa espacialidad y temporalidad del estar-en-juego. Por eso tuvo el atrevimiento de inventarse una forma de jugar dentro de su juego favorito y, como bien se sabe, el juego requiere a una serie de otros, a los que pronto involucró en su juego dentro del juego.
El problema es que la niña no se dio cuenta que había tocado la fibra más profunda de la Matrix. Como el rito, el juego tampoco se puede profanar (dulce ironía de lo profano), porque las consecuencias son devastadoras. El jugar no es una acción aislada, sino que es el acto más estructural y delicado de la comunicación, pues a partir de él se forja sentido y, en consecuencia, todos los jugadores se revisten de sentido a través de él, al punto en el que, justo como en el sueño del Rey rojo, si se pierde el horizonte de significación del juego, sus jugadores pierden el suyo, es decir, su existencia desaparece o al menos se remueve.
Pero ella no entendía eso cuando todos los demás, los otros, aunque realmente los unos, reaccionaban con violencia hacia ella simplemente por su accionar en conjunto con los verdaderos otros que se atrevían a solo jugar dentro del juego. Ella se preguntaba en lágrimas por qué esto causaba tanto odio, tanta incomodidad, pues, después de todo, no afectaba la jugabilidad de nadie más. Ahora no era solo una perdedora, sino una paria del juego. Fue una lástima para ellos que la suerte estuviera de parte de ella, pero esa es otra historia.
Pasaron tantos años como vidas, ella no ha dejado de jugar, no podría hacerlo o moriría. Pero ahora le toca hacer su parte en el roleplay de niña grande, de esas que hacen cosas importantes. Y por eso lee y mira el mundo, y de tanto mirar encontró a otra niña grande, de esas que hacen cosas tremendamente importantes y de pronto, al mirar un poco más de cerca, se dio cuenta de que hace algo muy familiar…
Resulta que esa otra niña grande e importante también juega, pero no solo juega, sino que juega dentro de un juego y a eso se atrevió a llamarle arte.
Al fin todo tiene sentido, porque la niña que ama jugar aunque siempre pierda fue la misma que en una clase de arte se atrevió a citar la juguetona canción de Pinocho, pues solo quiere comer golosinas y gozar.
Jamás ganará ni como jugadora ni como artista, pero al menos jugará dentro del juego y ya sabemos que la moraleja es que esto, de cierta forma, desestabiliza o desaparece el mundo.